El poder infinito de preguntar ¿Por qué?
- Jaime Alfonzo

 - 21 sept
 - 3 Min. de lectura
 

ALPHA:
Columna de opinión de Jaime Alfonzo.
El poder infinito de preguntar ¿Por qué?
A lo largo de los siglos, la humanidad ha transitado entre dos caminos: el de la curiosidad y el del miedo. La curiosidad nos llevó a descubrir el fuego, a comprender la gravedad, a descifrar el ADN y a preguntarnos qué hay más allá de las estrellas. El miedo, en cambio, nos empujó a inventar dioses que lanzaban rayos, espíritus que castigaban eclipses y demonios que enfermaban cuerpos.
La ciencia, aunque imperfecta, ha demostrado ser universal. Si mañana todo el conocimiento científico desapareciera y dentro de mil años emergiera una nueva civilización, inevitablemente volveríamos a encontrar las mismas leyes: la gravedad, la termodinámica, las matemáticas y otras. ¿Por qué? Porque son verdades que no dependen de quién las descubra. Son parte del universo mismo.
La religión, en cambio, es otra historia. Si borráramos todos los dogmas, templos y escrituras, jamás volverían a nacer de la misma manera. Surgen de la imaginación humana, de contextos sociales específicos, de necesidades políticas y de vacíos de conocimiento. Cada cultura inventaría nuevos mitos, nuevos dioses, nuevas formas de obediencia. Eso es porque la religión no es universal: es un relato moldeado por el miedo, la tradición y la imposición.
Desde las primeras civilizaciones, la religión ha tenido un poder doble: consolar y someter. El cristianismo, el islam, el judaísmo, el hinduismo, el budismo, y tantas otras religiones han absorbido mitos previos, reciclado tradiciones y las han presentado como propias. La Navidad tiene raíces paganas; el Diluvio Universal se inspira en mitos mesopotámicos; la Semana Santa retoma símbolos solares. A lo largo de los siglos, cada religión no solo impuso su fe, también robó fragmentos de otras para legitimarse.
Los concilios decidieron qué libros eran “palabra divina” y cuáles eran herejía. Las hogueras de la Inquisición ardieron para acallar preguntas incómodas. Galileo fue perseguido por afirmar que la Tierra no era el centro del universo. Giordano Bruno fue quemado vivo por imaginar infinitos mundos habitados. El conocimiento fue censurado porque cuestionar es peligroso para cualquier poder que vive del silencio de las masas.
Resulta curioso que casi todas las religiones describan a sus dioses con emociones humanas: ira, celos, compasión, orgullo. Se les atribuyen caprichos y venganzas, como si el creador del universo se preocupara por lo que come un hombre, cómo viste una mujer o qué día de la semana se debe descansar.
¿Acaso no es un delirio pensar que la fuerza que gobierna galaxias y agujeros negros se moleste porque alguien no repite ciertas palabras de un rezo? Si en la Tierra existen formas de vida tan diversas como bacterias, ballenas, cactus y arañas, ¿qué sentido tiene creer que cualquier creador tendría forma humana? Esa es la mayor proyección de nuestro ego: pensar que el universo entero gira alrededor de nosotros.
La religión nació donde no había respuestas. La ciencia nació donde surgieron preguntas. La primera pide obediencia; la segunda, curiosidad. La primera se basa en la tradición; la segunda, en la duda. La primera condena la herejía; la segunda celebra el error como camino hacia la verdad.
Por eso, cuando un niño crece sin adoctrinamiento religioso, lo natural es que no acepte sin pruebas lo que no puede demostrarse. Porque aprender a preguntar “¿por qué?” hace inútil cualquier respuesta prefabricada.
Las religiones han sido útiles para mantener cohesión social, pero también han sido herramientas de control, justificación de guerras y cadenas invisibles para la mente humana. Si de verdad existe algo más grande, no necesita templos ni dogmas, porque lo verdadero siempre se revela sin imposiciones, como la gravedad o la vida misma.
La ciencia seguirá apareciendo siempre, porque es la manifestación de verdades universales. La religión, en cambio, cambiará tantas veces como cambien los miedos y necesidades humanas. Y ahí está la clave: buscar la verdad no en lo que nos imponen, sino en lo que descubrimos.
La verdadera fe no es creer sin pruebas. La verdadera fe es tener la certeza de que preguntar nunca es un pecado.














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